Black Mirror vuelve dispuesta a remover nuestros instintos más voyeuristas

¿La mejor temporada desde la primera?

VÍCTOR PARKAS

06 DICIEMBRE 2017 06:00

 
 

En la sinvergüenza The Green Inferno, unos eco-activistas sufrían un aparatoso accidente de avión en el que, entre otras turbulencias, un iPad acababa guillotinando el cuello de uno de ellos. Si allí el director Eli Roth, para burlarse de sus protagonistas, convirtió una tablet en objeto lesivo por ley inviolable –la de la gravedad–, Charlie Brooker va un paso más allá: en la cuarta temporada de su serie, el guionista británico consigue convertir este artefacto táctil, ya no en llave que desencadene el apocalipsis, sino en un arma primitiva que, bien empleada, puede ser tan útil como cualquier otra para abrir cabezas a pantallazo limpio.

iPads cubiertos de sangre es una señal inequívoca: Black Mirror ha vuelto.

La serie de ficción especulativa regresa a Netflix, y lo hace con su temporada más cohesionada y armónica hasta la fecha. Los capítulos, aunque siguen siendo autoconclusivos y se pueden consumir de forma independiente, comparten constantes y dialogan entre ellos: la historia de amor trágico de Hang the DJ y el crudo survival de Metalhead, en su disparidad, pueden encontrar un cordón umbilical, de pronto, en la new wave de los años ochenta Panicde los Smiths y Golden Brown de Stranglers se convierten, respectivamente, en hilo musical de estas dos pesadillas.

Los nuevos episodios de la serie, así, funcionan antes como álbum conceptual que como singles al por menor. Durante las tres temporadas anteriores, Charlie Brooker reflexionó sobre realidades tan dispares como el hambre de likes en Caída en picado, el ansia por el exterminio digital del ex en Blanca Navidad, o la impostura de la nostalgia por lo no vivido en San Junipero. De entre todas estas alegorías, el creador de Black Mirror decide retomar esa obsesión por el neo-voyeurismo que ya explorase en el celebrado Tu historia completa para convertirla, de facto, en el leitmotiv de esta nueva ristra de capítulos.

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Si, en aquel episodio de la primera temporada, los personajes contaban con un chip subcutáneo que registraba todo lo que veían y oían, con la posibilidad de recuperar, visionar o borrar cualquier fragmento de su historial pasado, en Arkangel, uno de los nuevos capítulos, un implante parecido permite controlar y censurar, desde una pantalla remota, la visión y la audición del menor tutelado. En Crocodile, los peritos pueden acceder y consultar, mediante un pequeño monitor, los recuerdos de sus testigos. Uno de los relatos que acoge Black Museum, también presenta una tecnología que permite transportar la conciencia del comatoso al bípedo, convirtiendo al primero en espectador, con butaca y pantalla, de los estímulos que recibe el segundo.

Series que son precedente e inspiración para Black Mirror utilizaron sugestivas puertas como logo (La Dimensión Desconocida), cuando no se atrevieron, directamente, a entreabrirlas en su imagen de cabecera (Historias para no dormir). No era una decisión estética marcada por el amor a los pomos: en ambos casos, se hacía referencia al consumo a hurtadillas con el que el público más joven se veía obligado a relacionarse con dichos productos fantásticos. Ese otear por la cerradura, otrora hábito de consumo para los fans del género en edad infantil, es convertido por la cuarta temporada de Black Mirror en pulsión común para los protagonistas de sus episodios, dispuestos casi en su totalidad a husmear en rutina ajena.

Incluso USS Callister, el homenaje que Black Mirror dedica a Star Trek, responde a esa lógica fisgona. En él, un diseñador de realidades virtuales encarcela a sus compañeros de trabajo en una fantasía interminable de ciencia-ficción barata, con el objeto último de reducir la intimidad de éstos a una nave de cartón piedra; la suya.

Quizás USS Callister, junto a Black Museum, sean, por otro lado, los dos fogonazos donde la serie hace más concesiones al festejo pop. En el museo que da nombre a este último episodio, encontramos objetos y reliquias aparecidas a lo largo de Black Mirror; de los pasamontañas de Oso Blanco al iPad del reciente Arkangel. ¿Autoconciencia o celebración de universos compartidos? De lo que no cabe duda es que Black Museum, y por ende Black Mirror, funcionan como puesta al día de Historias de la Cripta: bajo la guía y los tempos de un narrador, a la postre guardián del museo, se desplegarán ante nosotros tres subrelatos de automutilación y sillas electrificadas.

Si sondeamos la corona en busca de joyas, quizás la que brille con más fuerza sea Hang the DJ. En este episodio, Charlie Brooker explora un terreno todavía pendiente para Black Mirror: el de las apps de contactos. Y los supuestos no podían ser más estimulantes: ¿Qué pasaría si no tuvieses ningún control sobre la temporalidad de tus relaciones de Tinder? ¿Y si fuese la aplicación la que decidiera las horas que pasarás en una cita? ¿Y si esa cita pudiera dilatarse, contra tu voluntad, durante años enteros? Black Mirror ha entendido que la única forma de revitalizar Romeo y Julieta pasaba, no por enfrentar familias, sino por cuestionar y poner contra las cuerdas a todo un sistema.

El suyo, que es el nuestro.

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Porque, si en algo vuelven a atinar esta media docena de capítulos que conforman la cuarta temporada, es en honrar al nombre de la serie que les cobija: ese espejo, nos guste o no, sigue devolviéndonos un reflejo oscuro, sí, pero tan reconocible que asusta. Esta vez, por su tendencia mirona, funciona, además, como revisión ficcionada del Modos de ver que en su día escribiese el ensayista John Berger. “El futuro que tanto les aterra llegará”, escribió el crítico de arte. “Para entonces, lo que quedará de nosotros será tan solo la confianza que mantuvimos en la oscuridad”.

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